Potros desbocados. (Relato inédito)
(Aquí va un relato inédito, como un pequeño regalo estival. Fue escrito hace unos meses. No es muy corto.)
Por supuesto que no pretendo descubrir yo ahora quién fue Luis Darío. Los críticos han hablado mucho de él (bien y mal) y no ha dejado indiferente a casi nadie. Yo lo he leído desde mi primera juventud… Por lo que sea –acaso porque la palabra fin produce una extraña tranquilidad- la verdad de Luis Darío, su inmenso potencial, sus secretos y verdades, sólo se han sabido con certeza ( y publicado) tras su muerte. Pero, aún así, todo ha sido muy rápido, porque Luis Darío murió en un accidente de carretera hará poco más de un año. ¿Un accidente? Sé que son muchos los que hablan o hablaron de suicidio, porque es dificil (dicen) que un accidente se produzca cuando un turismo a gran velocidad se empotra por detrás contra un camión que circulaba a una velocidad correcta. Para mayor confusión, la gente sabe que Luis Darío no sabía conducir (no le gustaba) y al volante del deportivo de su propiedad iba un chico joven de esos que él usaba y abusaba como secretarios y pajes rubios… ¿Se quiso el muchacho suicidar con él? ¿Habían tomado algo? Luis Darío odiaba la vejez y escribió algunos artículos contra ella que fueron tachados de locura infantiloide por la “corrección política” en todas sus formas… Decía que la vejez es sucia y que sólo los débiles aceptan morir disminuidos y humillados. “La vejez ofende”. En efecto, no son frases fáciles y menos para alguien que ( como yo) me aproximo a lo que Luis Darío llamaba vejez, que empieza –dice- a los sesenta años sino antes…
Pero dirán con razón :¿y quién es usted? A Luis Darío le gustaría decir que no soy nadie. Soy un hombre prejubilado –lo seré dentro de unos meses- que he trabajado como abogado matrimonialista en un conocido bufete malagueño y que me casé, tuve hijos (tres, a los que les va razonablemente bien) y enviudé, situación que nunca me había podido imaginar… Porque me encuentro, a la vez, muy libre y muy solo y eso (extraño) no me había sucedido nunca. Agradezco que mis hijos me llamen por teléfono o vengan de cuando en cuando a almorzar conmigo. Son amables y buenos, lo sé. Como sé –con resignación poco cristiana- que yo no soy su presente sino su pasado. Bien, nada del otro mundo. Pero ¿qué tiene que ver esta vida con la de Luis Darío o con su muerte?. Me llamo Gerardo, se me olvidó decirlo y da igual, pero a veces gusta saber el nombre (aunque sólo sea el nombre, sin apellidos) del interlocutor. Así vivimos. Ya he dejado dicho que, desde muy joven, he sido un lector asiduo de Luis Darío. Me gusta la literatura. Me tengo por buen lector, en general. Y creo –y desde antes de su muerte- que Darío era un espléndido escritor, como ya dicen muchos, y una persona difícil, cariñosa o desaforada según las circunstancias… ¿No me daría, sólo ello, razón o voz para opinar sobre él? Lo creo sinceramente, pero tampoco quiero engañarme a mi mismo ni engañar a mis quienes sea, si me leen… Cuando yo tenía 19 años y era estudiante de Derecho en Granada, conocí a Luis Darío, que ya era un escritor conocido aunque sólo hubiera publicado tres libros jóvenes. Siempre escribió mucho. Se le notaba ese apetito… Pero, muy a menudo, lo he leído después olvidándome de que lo había conocido, vivía en la hiperactividad y un cierto exhibicionismo. Porque sólo lo traté unos meses y nunca más volví a verlo en persona, aunque ya he dicho que lo leía. Pero, de veras, ya era como si leyese a otro. No a aquel joven de 24 años ( y aparentaba menos) que vino a Granada con el amigo periodista de mi compañero de habitación en el colegio mayor Nuestra Señora del Carmen, hoy reconvertido en sanatorio… Parece que estoy intentando decir algo que no digo y no es del todo cierto, porque las cartas, las largas cartas de su puño y letra (y escritas con estilográfica) esas sí que las había olvidado. De veras. Un día –no hace mucho- igual que en una mala novela romántica, encontré unas diez cartas con sus correspondientes sobres, juntas y atadas con un cordelito. Les aseguro que no era un lazo. No, un cordel, pero ambos indicarían la intención de que no se perdiera el contenido, aquel diminuto epistolario amistoso, muy cordial, suasorio, amoroso finalmente, creo que sin decir nunca la palabra “amor” que podía dar lugar (entonces) a equivocaciones…
Cuando leí la biografía de Alvaro Oyarzábal, “La vida escandalosa de Luis Darío”, pensé en mí. En el libro (no sé hasta que punto exagerado o atenuado) se le atribuyen a Luis muchísimas pasiones, por muchachos muy guapos, en su mayoría –y de algún modo- venales. Muchísimas… Me fijé en la foto de Gonzalo. ¿Quién no se fijaría en esa foto? Un chico de 20 años, alto, rubio, de facciones hermosísimas, en pantalones cortos (sin duda era verano) deja que el viento juegue con su lacio cabello, mientras la mirada y la sonrisa tenue, ambigua, dicen sin decir como en la perfección de un ángel corrupto… En mi juventud no me parecía casi en nada a ese chico esplendente.Yo era un muchacho normal, alto, moreno, más bien flaquito, que si bien no me podría calificar de feo, tampoco tenía nada deslumbrante. Yo no tenía nada que ver todos con los chicos del libro. Con esas fotografías incluso de rutilantes desnudos: hermosos árabes o rubios como modelos de patinaje artístico… Sin embargo (según las cartas) Luis Darío parecía obsesionado conmigo.
Un día Santiago –mi compañero de habitación y de derecho, que tenía mi edad, pero un cuerpo más atlético, el pobre murió joven aún- viajó a Madrid con su hermano mayor (debía ser en febrero de 1974) y volvió encantado. Porque se había divertido y porque había conocido a un periodista amigo de ese hermano, que resultó un tipo fascinante. Se llamaba Gustavo (hace mucho que tampoco sé nada de él, nunca pareció brillar más que en persona) y era cierto que tenía un claro aire a Mike Jaegger… Noté a Santiago hechizado, por aquel periodista que tenía 25 años. Y una noche (charlando en la intimidad de la alcoba estudiantil y fumando un porro) me dijo que le encantaba Gustavo y que (creía) que Gustavo era gay. ¿Lo era Santi? En absoluto, hasta donde yo supiera, y lo mismo podía él afirmar de mí. Pero era un tema prohibido y natural que, en la época, estaba muy en el aire de los jóvenes que nos considerábamos abiertos y modernos. ¿Por qué no aceptar que cada uno ame como quiera y sienta? Como Bowie o como Lou Reed… Teníamos amigos o conocidos gays, pero no los tratábamos en exceso. Ahora para Santi se planteaba otra cuestión: le encantaría ser amigo de Gustavo y salir a divertirse juntos y a charlar, el periodista era enormemente ingenioso… ¿Qué significaba ello? Él no era gay, no se sentía así. Pero quería ser amigo de un gay y se planteaba –si el caso llegara- no pasar pero sí rozar ciertas fronteras, dígamos físicas… ¿Qué pensaba yo?, me dijo. Yo le miré con emoción (éramos muy amigos, teníamos esa rara ambigüedad de los 19 años, creo que incluso nos tomamos las manos, como para infundir ánimo) y le respondí que yo pensaba lo mismo. Creo que (vestidos naturalmente) estábamos tumbados en la misma cama estrecha y por lo tanto abrazados…
No era broma el asunto ni circunstancia de un día. Santi logró irse a Madrid dos fines de semana después pero se quedó tres días y volvió en compañía de Gustavo, un tipo delgado, divertido, inteligente y que no tenía ningún signo aparente de “entender”, como se decía. Decidimos “colar” a Gustavo en el colegio mayor y que se quedara (al menos una noche) en la habitación de un conocido que estaba solo en la suya… Desde luego Gustavo y Santiago no se separaban para nada. Pero parecía dificil, al pronto, saber qué había allí de particular. Antes de volverse a Madrid, Gustavo le pidió fotos a Santi y este le dio algunas en que estaba sólo él y otras en que estaba conmigo y creo que con algún compañero más… A los dos días, Santi recibió una carta de Gustavo que me enseñó. Hoy diría que era terriblemente romántica. Aunque siempre con velaturas, que podían ser muy claras… Recuerdo frases muy parecidas a estas: “Han sido días inolvidables, querido Santi. Estar contigo me daba seguridad y fortaleza y llegaba a pensar –o a sentir- que era inmortal, como tú lo eres para mi. ¿Por qué nos arrastra el tiempo? Tiene mucha razón la canción de Dylan cuando dice: Basta un tren para llorar.” Naturalmente la carta era más larga y tenía un postscriptum que Santiago me dijo que yo no debía leer, pero que leí. “Luis Darío es un escritor joven –algo más que yo- con quien tengo mucha amistad. Le he contado la felicidad de estos días. Y le he dicho, Santi, que eras un ser maravilloso del que me había enamorado con toda amistad o amor, ¿qué diferencia hay? Luego le enseñé las fotos que me diste, todas juntas, y dije: No te digo quién es Santiago porque lo reconocerás de inmediato. Es el más guapo de todos. Apenas miró tres cuando me dijo: Claro, es este ¿no?. ¿Y a qué no sabes a quien señalaba? ¡A Gerardo! Le dije que no, que por supuesto se había equivocado, que aquel era su compañero de habitación, muy encantador, pero… Y Luis replicó: A mi Gerardo es el que me parece maravilloso. Es así.”
Eso fue el inicio de todo o de nada, ahora dudo. Pero el caso es que, en una llamada telefónica, Gustavo le dijo a Santi que iría a Granada el fin de semana con Luis Darío, y que por favor (sin decir más) le presentara a Gerardo. Quedaron (quedamos) ese viernes a las siete de la tarde en “El Suizo”, un clásico café de la ciudad, muy frecuentado por estudiantes, y que tampoco ya existe… Santigo me enseñó un libro de Luis Darío, yo no lo conocía aún de nada. Recuerdo muy bien la tarde del Suizo, Santi y yo sentados en una mesa céntrica. Acaso con aire de pipiolos tímidos, cuando vemos entrar va dos chicos algo mayores que unas bolsas de viaje. Santi me dijo quien era Gustavo y me fijé en sus labios gruesos. El otro tenía que ser Luis Darío. Tenía el pelo castaño y más bien largo y vestía pantalones y chaqueta de terciopelón azulón, una rara camisa de flores abrochada hasta el cuello, un sombrero bombín (que siempre me he preguntado de donde sacaría) y las manos casi cuajadas de anillos muy grandes… La extravagancia era obvia. Resultaba a caballo entre un hippy especial y un decadente de 1900…Por lo que supe después Luis Darío nunca dejó esas maneras, sólo cambiaban lo esencial con la época… Vinieron las presentaciones, las miradas inquisitivas y dulces con que me obsequió y la súbita idea (suya) de que debíamos subir rápidamente a la Alhambra…
No quiero ser farragoso. Esa misma noche (después de que ellos se instalaran en un hotel sencillo) caminamos y hablamos por el Albaicín entrando en varios bares pequeños y que cerraban tarde. Sé que el inicio de las conversaciones era literario y algo personal pero que terminamos en muchas confidencias, creadas por un extraño clima romántico, que supongo que ellos y el lugar supieron crear a nuestro alrededor. Hablamos del valor de la amistad, del sagrado amor de los camaradas y de cierta íntima ternura que produce el compartir las cosas con alguien. Entendí a Santiago ya en la madrugada (antes de que entrásemos todos a desayunar en nuestro colegio) pues yo había sentido algo muy semejante a lo que él me contara… Luis Darío –que me había rodeado todo el rato con su voz peculiar, singularmente grave- me había fascinado, sin que yo tuviera (en principio) la menor predisposición para ello. Quizá –y es un sentimiento propio de adolescentes- Luis me había hecho sentirme importante… Ellos volvieron a Madrid y nosotros hicimos como que seguíamos estudiando aunque la cabeza empezó a estar demasiado pendiente de las cartas. Entonces no había móviles ni correos electrónicos, con lo que la carta tradicional tenía un fuerte halo romántico… Y las cartas llegaron con muy escaso intervalo. Ahí empecé a leer (más allá de lo supuesto en las actitudes) que Luis Darío se sentía cautivado por mi. Yo era –me decía- el amigo que nunca había tenido y con el que siempre había soñado… Debía ser verdad (de algún modo) porque Santi me contó que Gustavo le había narrado que una noche después de dejarnos, Luis y él había ido a un balcón de la Alhambra, en el que daba la luna, y allí solos bajo el astro, ambos habían llorado pensando en nosotros dos… Sí, decían esto es el amor romántico. No sé qué querían decir exactamente, pero nosotros entendíamos o adivinábamos, muchas, muchísimas cosas…
Fuimos una vez a Madrid y ellos vinieron dos veces (al menos) más a Granada. Todo era sublime. Esa era la expresión y así como Gustavo parecía dispuesto a dar más tiempo a la sublimidad, entendí (más tarde) que Luis Darío no. Era una persona muy inquieta y algo nerviosa y las cartas iban –sin ser explícitas- cada vez más lejos. Fue Santiago el que me dijo que hiciéramos un experimento. Creo que fue más taxativo, me aseguró que teníamos que hacer ese experimento. Quedarnos una noche cada uno a solas con nuestros “novios”. (¿Llegamos a llamarlos así en broma?. No estoy nada seguro.) Pero sí es verdad que decidimos que Santi se fuera al hotel con Gustavo y yo me quedara en nuestra habitación con Luis. Y lo hicimos. Naturalmente yo estaba muy nervioso, aunque habíamos comprado güisqui y coca-colas que bebimos sin hielo… Hablamos, nos abrazamos, nos rozamos los labios. Y Luis me dijo: “Ningún amigo teme a la desnudez de su amigo. Esa desnudez es él. Y juntos son más ellos mismos.” Creo que casi sé la frase de memoria. ¿Por qué no te desnudas? Desearia tanto verte… Entonces yo (en aquella media penunbra) empecé a hacerlo. Me veía muy delgado y con demasiado vello en el sexo. Pero Luis me besó los pies. Y me dijo cosas absurdas y líricas hasta que nos besámos ardientemente y ambos nos empalmamos… Fue él quien dijo que debíamos hacer una prueba caballeresca, en la cual algo se decía de una espada aunque allí no hubiese ninguna…
Creo que Luis me dijo algo parecido a esto, a mí que estaba nervioso, emocionado y con una timidez apasionada: Debemos dormir juntos desnudos, en esa cama, pero pensemos que entre los dos hay una espada, la espada caballeresca de la amistad noble: yo juro guardarte y tú juras guardarme y esa espada invisible es nuestro testigo… No nos tocaremos, porque así el águila del deseo vuela con mucho más fulgor. Antes de tumbarnos (lo recuerdo con cierta vergüenza) yo le dije a Luis, con la cabeza medio inclinada, luchando con el pudor: ¿Soy como esperabas? Uno no sabe nunca y acaso el otro tampoco… Él no parecía tener ninguna duda. Me pasó la mano por el pecho nada marcado y casi glabro y me pasó un dedo humedecido por los labios. Humedad que yo recogí con la lengua más mojada… Luego nos tumbanos y yo apagué la luz. No podría decir que estábamos a oscuras, porque por la ventana (sin cortinas, sólo con unos visillos no muy gruesos) entraba algo de luz. Pero así acaso disfrutábamos de un adecúado ambiente de penumbra. Pasó algún tiempo (yo diría que mucho) y al fin no pude resistir la tentación y miré a mi lado. Sentía el calor del brazo de Luis –pese a la invisible espada- y observé que si bien él parecía tener los ojos cerrados permanecía erecto pero como yaciendo en un sueño profundo… Miré. Creo que estuve un buen rato observando, pero seguramente fue muy poco. Eran mis nervios. Me volví a tumbar, y como mi erección persistía ( ya no miré al lado) decidí masturbarme guardando el mayor silencio. Y lo hice y el silencio existió y me permitió dormir. A la mañana siguiente Luis se despertó antes que yo y me dijo al volver a pasarme el dedo húmedo por los labios:
-¿Cumpliste, querido?
Al inicio no supe de qué me hablaba. No tardé en caer. Mi vello púbico y mi estómago tenían señas secas de una eyaculación que no me limpié involuntariamente. Seguramente me traicionaron los propios nervios.
-Sin duda el ángel de la espada pasó con excesivo ardor sobre ti. No debes preocuparte.
Y fuimos juntos a ducharnos y nos enjabonámos y nos besamos, para bajar a desayunar. Ya nos esperaban Santi y Gustavo que parecían divertidos, alegres, al menos. Nosotros teníamos algo como exaltado (creo) pero estábamos tensos… Podría alargar la historia sin decir mucho más. En realidad (al menos físicamente ) nunca fuimos más lejos. Hubo un par de viajes más de ida y vuelta. Y tenues borracheras nocturnas y más cartas en que Luis iba poco a poco más lejos y yo quería y no quería avanzar y hasta una cinta de casete que le envié con mis canciones preferidas. Estuve una tarde entera preparándola. Éramos muy románticos y muy jóvenes o es que todo va (o suele ir) unido. El caso es que se acercaba el verano que uniría o separaría nuestras vacaciones. Y Luis aceleró. No fue nada especial. Con cortesía, con ese lenguaje apasionado de la amistad de los camaradas me dijo que teníamos que pensar dónde pasar unos días juntos… Es curioso, porque a mi la idea me encantaba. Pero estaba seguro de que tendría un componente físico que no es que me disgustara (diré la verdad, lo imaginaba dulce) pero que ciertamente me daba miedo. ¿ Miedo? Esa era lo más exactamente posible la palabra. Entonces ( y acompañando a las músicas) le escribí una notita afectuosa a Luis, en la que reiteraba la amistad, el afecto, lo bien que me lo pasaba a su lado, y terminaba diciendo que esperaba que le gustara la música (de las vacaciones nada decía, en ningún sentido) y que le enviaba un gran abrazo –e inconscientemente utilicé mayúsculas- de QUIEN SIEMPRE SERÍA SU AMIGO, Gerardo.
Aquí termina esta breve y luminosa historia (al menos para mi) porque yo nunca más volví a saber nada de Luis. Le pregunté a Santi, que le preguntó a Gustavo, y así pude entender –nada era del todo preciso- que Luis había entendido aquellas mayúsculas finales ( y a lo mejor tenía razón) como una despedida. Yo no estaba dispuesto a continuar –era su versión-, mi sentido de la amistad no era su sentido amoroso de la amistad. Y no tenía sentido marear la perdiz. Luego supe que ese verano Luis se marchó un tiempo a París con un actor muy guapo y rubio que estaba empezando a estar de moda… Siempre pensé que mi breve historia con Luis Darío fue una ilusión de ambos, pero sobre todo suya. También fue una ilusión la de Santi y Gustavo, pero duró algo más… Pero una vez ( no hace mucho) leí una entrevista con Luis en la que decía que no había sido feliz en el amor. Me pareció un tópico, pero mi sorpresa vino a continuación: Yo he juguteado siempre entre el amor y el deseo, porque cuando tenía poco más de veinte años, un amigo estudiante, de Granada para más señas, me dijo que no. Que nunca me podría querer. Aquello me desbarató y nunca supe volver de verdad aunque a ese camino, lo intenté más de una vez, con otros…
¿Era yo el amigo que desdeñó a Luis Darío y a su decir, le precipitó a una lujosa senda de actorcillos, cantantes, modelos, chicos todos ellos maravillosos, radiantes, pero con los que no encontró la felicidad, en una brillante cuesta abajo de platino? Me costaba creerlo pero algo parecía verdad.
Volví al libro de Álvaro Oyárzabal y me di cuenta de que yo nada tenía que ver con aquel desfile de éxito, neurosis, pastillas y bellezas… Claro tenía un puñado de cartas manuscritas de Luis dirigidas a mi que hablaban de todo lo contrario: la sobria y bella senda del amor de los camaradas. Pero si yo, entonces, un hombre de casi 60 años, trataba de cambiar esa vida tan agitada y tan perfecta, no me haría bien ni a mis hijos, ni a mi mismo (pues en realidad nada ocurrió) ni le haría bien a aquella artrayente y fatidica biografía de Luis que terminaba perfecta en un suicidio o un accidente raro y mortal al lado de otra rubia belleza de 20 años sublimes. En realidad todo fue un sueño más de juventud. Otro de tantos sueños quebrados. ¿Qué debía pues hacer? Me pareció obvio y así lo hice: quemar lentamente todas aquellas cartas. A menudo la vida se impone a nosotros. Adiós, Luis, yo siempre tuve un cordial y lejano recuerdo tuyo. Quién sabe si lo de tu amor juvenil fallido no fue otro acto de tu film. Que harán, seguro, y tendrá mucho éxito. Ojalá lo vea. Y si lo hago (palabra) te lo digo…
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