Vicente Blasco Ibáñez, exiliado en París, 1890.
(Este artículo se publicó el sábado en el suplemento literario de El Norte de Castilla).
Vicente Blasco Ibáñez. “París. Impresiones de un emigrado” Edición de Emilio Sales Dasí. Renacimiento, Sevilla, 2013. 280 págs.
El valenciano Blasco Ibáñez (1867-1928) no sólo fue uno de los escritores españoles que alcanzó mayor fama mundial, desde principios del siglo XX (murió en su villa de Menton,cerca de Niza) sino que escribió una obra impresionante en volumen y a menudo en calidad, tuvo una intensa actividad política antimonárquica, fue masón y fundó periódicos, más o menos efímeros, y una importante editorial –Prometeo- que dio a conocer, a menudo con prólogos del propio Blasco, a muchos autores extranjeros. Varias de estas cualidades y el hecho de que nunca lefaltaran lectores ni dentro ni fuera de España, ha hecho que a Blasco se lo haya tratado de minimizar envidiosamente dentro de su país. Quizá no es un autor genial, pero basta leer sólo alguna de sus más famosas novelas (como “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”) para saber que es un autor notable al que no se puede desdeñar…
Por lo demás fue un autor que comenzó a escribir y a publicar en periódicos muy pronto (desde finales de la década del 80 del siglo XIX) al tiempo que participaba en toda suerte de política o cabildeos antimonárquicos y revolucionarios. De hecho el hermoso libro de artículos que voy a comentar –“París. Impresiones de un emigrado”- libro de viajero y también de observador, se hizo durante el año que Blasco pasó exilado en París (regresógracias a una amnistía) durante el curso 1890/1891, porque, aún en Valencia protestó por la visita del pretendiente carlista. En sus crónicas –que publica un periódico de Valencia, entre agosto de 1890 y julio de 1891- Blasco no hace sino alusiones políticas –como reírse de los monárquicos franceses a los que, con razón, mira ya como definitivos perdedores- pero, a cambio, describe espléndidamente y con una prosa a la par bella y ágil, la vida de aquella ciudad que en esos años era, ciertamente, la capital del mundo. Habla (escojo un tanto a vuelapluma, todo es sabroso) de la visita de la emperatriz de Alemania a París, del poco interés que el hecho suscita entre los parisinos, y consecuentemente del odio no curado que existeentre los dos pueblos desde la derrota francesa de 1871. Habla del poco (o mal) gusto de los parisinos por la ópera, más a menudo un acontecimiento social que musical, defendiendo al entonces poco valorado Bizet. Comenta el largo y duro invierno de París (al parecer ese año fue especialmente duro) que si lleva a los ricos a patinar en los lagos de los parques públicos como el Bois de Boulogne, llena de dolor y exacerba la miseria de los pobres. Comenta los bailes de moda –como el Bullier- y de nuevo las diferencias sociales tan acusadas en la ciudad, incluyendo los no infrecuentes suicidios en el Sena por desesperación. Le encanta el Barrio Latino, el de los estudiantes y escritores, para él el más vivo y original de la ciudad, sobre todo cuando llegan los carnavales y el célebre “Mardi-Gras”. Se da cuenta de algo que todos hemos pensado al ver el París de hoy, y es que la ciudad, a fines del XIX, abundaba en obras que el invierno volvía más sucias. Le parece anticuado el barrio de Saint Sulpice (cerca del Latino) entonces feudo de la derecha más reaccionaria, que no celebra el 14 de julio. Habla de los nihilistas y de muchos estudiantes rusos, todos soñadores de distintas revoluciones para su patria. Y naturalmente saluda “La llegada del buen tiempo” que, en una ciudad que ha dominado el invierno, tiene mucho más sentido que en nuestra tierra meridional que añora. Quizá Blasco Ibáñez (pese a algunas alusiones) habla menos de literatura de lo que tenderíamos a suponer. Él quiere, en buena prosa, ser más el viajero atento a la pluralidad de la vida –las grandes casas y las pensiones de miseria- que a la situación literaria del momento que sin dudar le interesaba. El conjunto es un muy bello y vivido libro sobre el París de la época, que permite adivinar que Blasco (como en efecto ocurrió) llegaría a ser un gran escritor de viajes, culminando con “La vuelta al mundo de unnovelista” (1924-25). Habla de otros exilados españoles y europeos, pero sobre todo de la gente y del pulso de París, lo que hace del libro –se publicó como tal en 1893- una mezcla de gran documento y de ameno cajón de sastre, de una ciudad en todo su pulso. Lo que cuenta es hoy lejano, pero resulta tan palpitante y en prosa sazonada, que el conjunto sigue valiendo la pena. No es un escritor corriente el autor de este libro.
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