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Sobre Tamara de Lempicka

He leído bastantes libros de arte sobre Tamara de Lempicka (1898-1980) y he visto la mayoría de sus cuadros a menudo espectaculares. Pero no había leído una biografía novelada (pero con datos y verosimilitud) que salió hace unos años en Ediciones El Cobre. Los libros, en verdad, no sólo tienen su destino (“habent sua fata libelli”) sino que no tiene esa actualidad imperiosa que a veces quieren darles la editoriales y hasta los autores, sobre todo cuando esos libros valen. Y este “Tamara de Lempicka” de J. Andreu es una biografía bien hecha, donde primero habla la propia Tamara ya mayor, hasta su muerte en Cuernavaca (México) y después -y la mayor parte del libro- su hija  Kizette (a la que usó a veces de modelo, cuando era adolescente) y que nunca tuvo demasiada buena relación con esa madre, para ella lejana y mundana, pero a la que no podía negar su estatus de gran pintora. Uno de los encantos de Tamara de Lempicka (rusa de origen polaco) es que pertenece ya a ese mundo abolido de la Europa elegante anterior a la 2ª Guerra Mundial. Huída de la revolución bolchevique (siempre odió y tuvo miedo a los comunistas) Tamara había sido en la Rusia zarista una señorita elegante, frívola y lujosa. Ahí conoció a su primer marido Tadeusz Lempicki (cuyo apellido nunca dejó de usar) y de allí tuvieron que huir pobres a París. Tras un corto tiempo de pobreza, Tamara empieza a pintar y se convierte en una de las grandes creadoras de una pintura “deco”, elegante, figurativa, nueva y con algún sabio uso moderado del cubismo. Pero las dos décadas triunfales de Tamara como pintora ( los 20 y los 30) se acompañan de una paralela vida bohemia y mundana, llena de lujo, extravagancia, coqueteos con las drogas y amor sexual a los hombres, sin que falten aventuras lésbicas. Toda su vida Tamara buscó dinero, lujo, extravagancia y glamour, por lo que muchos (dada su amistad con Chanel, con Cocteau, con Dalí, con el príncipe Yussupov o con D’Annunzio) la toman por una rica de otro tiempo, bella y audaz (se casa con el barón Kuffner, del que finalmente enviuda, para asegurarse ese lujo asiático y raro del que no quería prescindir) y según algunos eso termina opacando un tanto su excelente carrera pictórica. Miente, se quita años (quizás nació antes de 1898) triunfa en París y en Nueva York, pero alrededor de 1940 es una olvidada como artista aunque siga brillando su ostentosa mundanidad, Su obra pictórica posterior (bodegones, a menudo) no está a la altura de su época dorada, magnífica, que es redescubierta, con gran alharaca, sólo a partir de los mediados años 60 y sobre todo 70. Cuando Tamara muere -sin apear su sofisticación, según su hija tampoco su egoísmo- sabe ya, pese a los eclipses, que ha sido una pintora fundamental de la primera mitad del siglo XX. Sus cenizas se arrojan al Popocatepetl por un pintor mexicano guapo (ella sólo quería guapos) que fue su último ayudante y amigo, Víctor Contreras. Tamara de Lempicka resulta una pintora excepcional en su mejor momento y un personaje de leyenda, de esa estirpe de artistas -quedan pocos- que también querían hacer de su propia vida otra obra de arte. Herencia simbolista o decadente, sin duda. Pero gran herencia cuando la materia prima (como en Tamara) es de excepción. Una extravagante que siempre despreció la medianía, aunque junto al fasto conoció sinsabores y bajones, como todos, en una vida magnífica. Como decía Stefan Zweig (que también trató a nuestra pintora) “Toda sombra es al fin y al cabo hija de la luz, y solo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra y la paz, el ascenso y la caída, sólo este ha vivido de verdad.” Un personaje (y una gran pintora) imprescindibles.


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