RECUERDO DE GIL-ALBERT
Cuando nos conocimos en Valencia, en enero de 1975, después de casi un año de carteo e intercambio de algunos libros, el encuentro resultó tan grato, que yo creí haber conocido a Juan hacía tanto tiempo ( tan familiar me era ) que lo tuteé desde el principio. Al despedirnos – junto a la armónica salita llena de adornos de clásico y anticuado sabor – caí en la cuenta y me excusé con Juan por haberlo tuteado de entrada ( el tuteo aún era entonces menos habitual que ahora y además si yo tenía 23 años, Juan tenía ya setenta, aunque nos lo confesara) a lo que naturalmente me respondió que había hecho bien, que era lógico tutearse en una amistad que nacía tan clara, pero que nos habíamos perdido los dos – añadió – un pequeño placer. ¿Cuál?, repuse.
-Pues el de habernos permitido el tuteo. Porque siempre es bonito ese momento que confirma lo que intuyes, pero que lo confirma de verdad.
Tenía razón. Menudo, frágil, no muy alto, con gafas y un bigote ya cano, Juan Gil-Albert (1904-1994) pareció siempre – envejeciendo con esmerada pulcritud – un caballero muy clásico y quizás algo débil, sin aguante… Mal se juzgaría entonces –por la mera apariencia atildada- a un hombre de honda reciedumbre y nervatura moral, que había aprendido en los clásicos la sabiduría del estoicismo mezclada al epicureismo que busca un jardín, pero que nunca es banalmente hedonista. Hijo de una familia de comerciantes que habían hecho dinero en la Valencia de 1900, Juan Gil-Albert se crió y quiso vivir como un señorito, se decía entonces, aunque no le faltaran momentos en que rozó o estuvo en la pobreza. Cuando por defender sus ideas republicanas tuvo que irse de España en 1939 ( un republicano que amaba los antiguos fastos monárquicos) no lo dudó, y se marchó a México con lo puesto. Pero cuando ocho años más tarde – en 1947 – regresó por motivos familiares, aún sabiendo que aquí le esperaba el ostracismo y lo que se llamó después el exilio interior, tampoco lo dudó: Como los creadores de verdad, como los que sienten el arte más que la ganancia, Gil-Albert pensó en su obra y pensó en su vida, quizá pensó además en la Fama ( con mayúscula, pues hablamos de un talante clásico) pero nunca pensó en el éxito, y mucho menos en ese éxito inmediato, mediático y fácil que hoy tantos autores – más ejecutivos del oficio que artistas – parecen necesitar infaltablemente, pues por él pisotean y trepan. Todo eso estaba a mil años luz de Juan Gil-Albert, tan fiel a si mismo, como fiel a Marco Aurelio o a Epicuro. Ser homosexual le convertía en un esteta de la joven belleza masculina ( así lo explica en su hermoso tratado Heraclés editado en 1975, pero escrito veinte años antes cuando en España no se podía publicar ) pero le volvía también un ser robusto – éticamente robusto – pues debía saber defender y ensalzar su diferencia. Con Luis Cernuda, Juan Gil-Albert fue un pionero en España de la dignificación de la realidad homoerótica, que implica una ética – una moral – distinta a la católica, por lo que fue históricamente perseguida.
Calmo, voluptuoso, pensador ( Jaime Gil de Biedma lo llamó un español que razona) Juan Gil-Albert podía cantar los placeres de la siesta estival, el abandono al dulce no hacer nada, pero indagar también – con bella lucidez que pasa a la prosa – en los problemas y fracasos históricos de España, tras su éxito imperial en el siglo XVI. Aunque es un libro inconcluso ( o cerrado antes de tiempo ) España: empeño de una ficción – 1984 – es un texto memorable.
Entre las filigranas del placer y las no menos delicadas y firmes de la razón , su final valenciano de escritor local, ha preterido muchos, demasiados años, a Juan Gil-Albert del destino y altitud que le pertenecen. Es una figura joven del 27, cuyo resplandor fue tardío, no siempre por causas personales. Pero si su poesía ( ahora reeditada en Pre-Textos al cuidado de María Paz Moreno) es notable y ahonda en la tradición clásica, su prosa – en la misma línea – es acaso más radiante, lo que no es decir poco. Valentín, Crónica general y Heraclés bastarían – y no sólo en España – para hacer de su autor un símbolo de alteza, entre el mármol sólido y el fuego y el aroma de las viñas junto al mar…
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