LA CHINA QUE AMÉ Y AMO
Quienes hayan leído el primer tomo de mi biografía, “El fin de los palacios de Invierno” (Pre-Textos, 2015) saben ya algo de esto, aunque no todo. Desde mi preadolescencia yo quise escribir pero también (acaso eran cosas de muchachito solitario) “ser un sabio”. La egiptología fue mi primera pasión, pero nació –aunque luego leí libros todo lo enjundiosos que pude- de conocer y devorar una corta biografía de Champollion, el descubridor del significado de los jeroglíficos en tiempos de Napoleón, y una muy olvidada pero espléndida novela de Ridder Haggard titulada “Cleopatra”, sobre la que teje una singular ficción. Después me apasionó el Imperio Bizantino, pero como estudiaba ya griego clásico, sólo leí unos cuantos libros al respecto, pensando que me llegaría Bizancio a su tiempo y algo de eso ocurrió. Fui a una iglesia de rito ortodoxo en Madrid y llegué a ayudar al pope –católico- a celebrar la misa de rito bizantino, leyendo en griego las contestaciones que me dio en un librito de tapa rosa. Luego llegó China (la China antigua, por supuesto, no la de Mao en plena “Revolución cultural” que me parecía una salvajada) y eso fue, muy de inicio, por leer en un cómic mexicano para adultos una biografía de Tsu- Hsi , la última emperatriz antes del pronto depuesto niño Pu Yi… Por lo que fuera –y la belleza de la escritura de los ideogramas importa- China tiró más de mí, y a los 17 años –muy cerca de los 18- a primeros de octubre de 1969, me matriculé en primero de lengua china en la Escuela Central de Idiomas. En todos los posibles cursos sólo llegamos tres alumnos. Uno mayor que yo, que ya había estudiado no poco, y una chica menor que yo, Taciana Fisac, hija
del entonces conocido arquitecto, que tampoco tenía mal nivel. El profesor era un chino de Shangai exilado y cura (aunque jamás habló de religión, era el perfecto confuciano) que se llamaba Pedro Yuan, en verdad y en chino, Yuan Sin Yu. Generosamente comprendió que no podía unir a tres alumnos tan impares y terminó dándonos clases particulares a cada uno. Yo obtuve matrícula de honor en mi primer año de alumno único. Al año siguiente el padre Yuan ya venía a casa y después (a partir de mi tercer año) iba a la lejana Universidad Autónoma
donde también había muy minoritarias clases de chino, a cargo de un hombre laico, moreno y muy delgado llamado Pu. Me prestó un hermoso libro sobre Pekín que (lo confieso ahora) no le devolví nunca. Con él estudié tres años más. Los profesores nos regalaban libros para aprender chino que venían de Taiwán, la China nacionalista, que era la que España reconocía ya única por poco tiempo… Y en fiestas y reuniones de la embajada (un chalet al lado de la plaza de la
República Argentina) yo hablaba con chinos que solían sonreírse benévolos cuando yo hablaba porque trabucaba los cuatro tonos del mandarín. Para mí hablar fue siempre difícil, porque no es fácil sumergirte en los tonos, pero cuando sonreían pedía bolígrafo y papel y escribía los caracteres con soltura.
Eso les maravillaba, porque chinos ( y japoneses) creen que es más difícil escribir su lenguas que hablarlas, yo creía y creo lo contrario. Mi amigo Joaquín tuvo una beca en Taipei y de allí me envió libros y pinceles. Leí muchas cosas sobre China y escribí un artículo sobre la poesía de Mao Tsetung. Me ofrecieron la beca, segura porque no había competidores y estuve presto a irme un año a Taiwán cuando llevaba seis años ya estudiando chino, y escribía con notable soltura para asombro de una funcionaria de Correos delante de quien escribía en chino la dirección de lo que enviaba a Joaquín. Pero a punto de irme, me percaté de que la literatura viva, el latín y el griego me absorbían y opté por dejar el chino. El joven sinólogo que yo era (Lu Yantung de nombre, sacado fonéticamente de Luis
Antonio) detuvo su mínimo “cursus honorum”. No he vuelto oficialmente al chino, pero privadamente nunca lo he dejado aunque todo más lento y hasta lo he ampliado al japonés. Soy un enamorado del Extremo Oriente y adoro la cultura china y la japonesa que tanto pero tan sutilmente debe a China. China (en chino) se dice “Chung kuo” o sea “El país del Centro”. Perdonen la vanidad de un eterno aprendiz. Aún sueño con traducir a los poetas clásicos que escribían en una lengua literaria, sólo conocida por
letrados y mandarines, llamada “wen yen”. También sigo escribiendo en la caligrafía más clásica, la hermosa cursiva se me resiste, la llaman “tzao shu” o sea, “escritura hierba” supongo que porque se retuerce ágil como la hierba en el viento de las altas praderas. Nunca he abandonado esa China cuyo
taoísmo me fascina y sin el taoísmo no existiría el famoso budismo zen, nacido en China (ch’ang) pero desarrollado en Japón más profundamente. La vida no concede tiempo para todo. Pero hay cosas que no sabemos abandonar, para mí la cultura sino-nipona es una de las esenciales todavía…
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