EMPEZAR A LEER
De niño vi leer más en casa a las mujeres que a los hombres. Pero era una familia pequeña. A mamá la recuerdo leyendo novelas sentimentales de la época, a una autora distinguida que nunca se menciona y fue muy vendida, Carmen de Icaza, con “Vestida de tul” o “Yo, la Reina”. Y luego mamá se hizo una compulsiva lectora de Historia de España. Nunca me dijo qué debía o qué no debía leer. Y niño de ocho años o menos, empecé con voracidad a leer cómics: “El Capitán Trueno” y “El Jabato” fueron mis favoritos y de este último llegué a tener la colección entera. Los romanos de la historia me gustaban más que los iberos. Pero sobre los 12 años, descubrí a esos notables autores de aventuras, que aún se dicen a veces “para adolescentes”: Karl May, Emilio Salgari y Julio Verne (a veces Jules Verne). Este último me encantaba y en especial el capitán Nemo. Pero cuando un profesor, en el colegio, nos dijo que una novela romana, “El Satiricón” de Petronio, estaba prohibida por inmoral, me lancé a comprarla, la leí con asombro, y ya sólo deseé en adelante “literatura para adultos”. Los cómics me habían encantado, pero los olvidé.
En mis primeros momentos del Bachillerato de Letras, yo quería ser un “sabio”. Leí mucho sobre el Antiguo Egipto y una preciosa novela de Ridder Hagarth llamada “Cleopatra”. Deseaba escribir porque leía incansablemente, pero deseaba escribir ensayo. Pronto cayó en mis manos un manual ilustrado de mitología griega y latina y lo devoré con placer. Siento no recordar a su autor. Entonces quise escribir algo parecido e inicié (en cuartillas) mi primera aventura como escritor: Un Compendio de los dioses paganos. Pero a las cinco a seis páginas caí en la cuenta de que lo que yo narraba de Zeus o de Afrodita, era lo mismo que había leído en el manual. Se me hizo obvio con cierta tristeza (y rompí lo escrito) que aún no estaba preparado para escribir, que -llanamente- necesitaba saber más y pensar un poco en ello. Así es que de todo libro que leía hacía un resumen e incorporaba en lo posible mi opinión. No era mal ejercicio.
No recuerdo cómo (siempre he sido devoto de las biografías) cayó en mis manos una de Francisco -no ponía Francesco- Petrarca. Y por algún sesgo no usual, el autor hacía mucho hincapié y detallaba, que Petrarca no sólo había sido el ilustre autor del “Canzoniere” en vida y muerte de Madonna Laura, sino un sabio -palabra mágica- un gran humanista con una nada desdeñable obra en latín (como el poema “Africa”) y además un afanoso buscador de manuscritos perdidos de autores antiguos. A esa labor de Petrarca se debe el haber hallado cartas y obras de Cicerón entre otros. Esa labor -a mí que ya estudiaba latín y que empezaba a traducir a César o a Salustio- me emocionaba. Supuse bien que el tipo de sabio que yo aspiraba a ser se llamaba “humanista”. Nunca lo he olvidado. Pero por más que admirara al Petrarca latino y erudito, no podía olvidar que había sido un gran poeta en vulgar, especialmente en sus sonetos. Juro que hasta ese momento (creo que unos catorce años largos) yo jamás había pensado en escribir un poema. Pero ahora debía hacerlo, me obligaba la sabiduría. Los humanistas escribían sonetos a damas angelicales. Así es que debía hacer alguno. Supongo que todos serían horribles (los rompí) pero el primero fue el más singular. Se lo dedicaría a una vecina de mi edad, una chica muy guapa que se llamaba Susana. Pero aunque la rima “ana” no es difícil, puse en un papel las palabras con que debían terminar los endecasílabos que, por supuesto, medía. Puestas las rimas no quedaba sino rellenar los catorce versos vacíos, en loor de Susana (manzana, gana etc…) y así lo hice y quedé razonablemente contento. Ya había escrito un soneto, aunque sin duda debió ser un horror. A partir de ahí escribía pequeñas piezas al hilo de lo que el profesor de literatura explicaba en clase. Llegué incluso a un corto sermón barroco sobre “Las catorce menos siete palabras del Señor Jesucristo en la Cruz”.
Por fortuna la llegada (el último año del Bachillerato) a románticos y modernistas, me hizo ver y sentir que la literatura -y la poesía- es un bello acto de pasión y no sólo un camino a la sabiduría. Nunca he olvidado ese deseo de ser “sabio” o “humanista”, que persevera en mí, pero ya me emocionaba de verdad leyendo poesía: Zorrilla, Espronceda, Bécquer, Rubén Darío, Francisco Villaespesa y Manuel Machado fueron mis primeras, ardientes y muy reales pasiones. Una noche en mi cuarto, solo, leí en voz alta ese magnífico autorretrato de Manuel que se llama “Adelfos” y que aún prácticamente me sé de memoria, escrito en París en 1899. Al terminar la lectura (“Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron…”) me di cuenta, tendría quince años largos al filo de los dieciséis, de que estaba llorando. El poema me había tocado de pleno. Ahora era un humanista con Virgilio y con Homero, pero también un poeta con Manuel Machado, al que imité sin querer.
Cuando se ha llegado a ese punto de emoción y simbiosis, ya eres poeta. Leía con fervor a los modernistas y simbolistas franceses, y escribía más cada vez, por supuesto con rima. De mis primeras fiebres poéticas surgió un libro que sólo dos compañeros leyeron y que se llamó (sé que esto lo he contado) “Aromas de ensueño”. Leía más y más y Manuel Machado o Leopoldo Lugones no me estorbaban ni a Azorín ni a Baroja, por ejemplo. La labor de base estaba hecha: Nunca he dejado de leer lo más que puedo, y si no me hizo poeta el soneto a “Susana”, me lo hizo leer y releer “Adelfos” de Manuel Machado. No temo decir que ese fue mi gran bautismo poético. Mil gracias.
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