A. E. HOUSMAN, EL FILÓLOGO POETA
(Este artículo se publicó en El Mundo)
El presente ha sido siempre el tiempo del error. ¿Le hubiese parecido mejor nuestro presente convulso al poeta A. E. Housman (1859-1936) de lo que le pareció el suyo? Housman pasa hoy por ser, y a justo título, uno de los mejores poetas ingleses de la primera mitad del siglo XX. Y aquí conviene recordar que “tono menor” no significa, en absoluto, menor calidad. Housman fue catedrático de latín en Cambrigde. Y el cerrado mundo de la filología clásica (tan absurdamente duro con los aficionados, aunque de ellos dependa su supervivencia) lo tuvo por un maestro, entre otras razones por editar a un poeta antiguo que no conoce casi nadie: Manilio.
Pero la clara posteridad de Housman no se debe a la filología sino a la poesía, su hermana, donde podía verter –con refinada y sobria elegancia- los dos grandes secretos de su solitaria vida: su mal humor y su condición homoerótica. Si no podía amar libremente, el profesor Housman (que en vida sólo publicó dos libros de poemas) consideró que esa sociedad no era la suya. Y si moralmente el mundo no era bueno ni justo con él, sólo le quedaba mostrarse disconforme y agrio e invocar a la benevolente musa de la “Antología Palatina”. Dios y los hombres (no sé si a partes iguales) habían hecho un mundo imperfecto y cruel. A él le tocaba afirmar –con arte- que no vivimos en un lecho de rosas, aunque las rosas existan. De joven se había enamorado de un chico de su edad, que no le correspondió. Aquello era un amor prohibido. Housman creyó, como tantos sufrientes homosexuales de su tiempo, que nunca más existiría el amor ( o aquel amor vedado) y fuera de Inglaterra, en Italia generalmente, buscó el amor venal, con los pansexuales y pobres chicos del sur, que le ofrecieron normalidad y consuelo. ¿Por dinero? Evidentemente. Pero le dieron lo que la sociedad ortodoxa y mísera le negó: normalidad y consuelo. Así ha de entenderse uno de sus poemas más célebres: “Epitafio para un ejército de mercenarios”: “Lo que abandonó Dios, ellos lo defendían/ y lo salvaron todo por dinero”. Otro de sus grandes poemas también tiene el fondo arisco de quien creyó –tan sabio, tan idealista- que el mundo está mal hecho, y que la reina es (bajo fingidos nombres biensonantes) siempre la injusticia. Afirma el poema que no cree en las leyes de Dios ni en las de los hombres, y el cultísimo y malhumorado profesor escribe: “Tengo miedo y me siento extraño/ en un mundo que no he creado yo”. Tengo cierto pavor al confesar que estoy –incluso ahora- en total acuerdo con A.E. Housman, uno de los maestros de Auden y de un raro y notable poeta español del 50, Ricardo Defarges.
No ha circulado mucho Housman entre nosotros: Su poesía es honda, clara, triste y bella. Y es una poesía absolutamente moral. Por eso hay que saludar (reeditada pero con muchos nuevos poemas) la reaparición bilingüe, de la mano cuidadosa de Juan Bonilla, de estos “50 poemas”. Sea cual sea su condición, el lector descubrirá a uno de esos íntimos amigos con quienes uno habla en soledad, junto a la lámpara benigna. Un homosexual de enorme talla intelectual que se atrevió a decir, a la luz de la poesía, que el mundo era injusto y cruel y que los chaperos tenían mucha más y mayor dignidad que muchos de quienes nos gobiernan. Un lujo en estos cochambrosos tiempos.
(La antología aludida “50 poemas”, en edición bilingüe y traducción del poeta Juan Bonilla, está editada por la editorial Renacimiento de Sevilla.)
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