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Decadencias

VALLE-INCLÁN, BOHEMIO Y MÁS

Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936) era un hombre de mucha estampa, algo malhumorado y siempre altivo. Fue genial como escritor y como persona, bastante ajena a los moldes comunes. Cuando se hace recuento de la famosa bohemia madrileña de entresiglos, su nombre siempre aparece, sobre todo en su juventud, en la etapa de “Femeninas” (1897). La bohemia ha sido muy estudiada pero siempre se presta a nuevas dilucidaciones, porque lo cierto es que no fue un fenómeno unívoco, tuvo muchas acepciones.  Ciertamente ni Pedro Luis de Gálvez ni Armando Buscarini, por citar bohemios de otra mirada, más pedigüeña y pobre, tienen nada (o muy poco que ver) con Valle o con el gran Alejandro Sawa, el Max Estrella de “Luces de bohemia”. Los grandes bohemios, aunque a menudo pasaron grandes dificultades económicas por mantener sus ideales de un arte excelso o elitista y de no transigir con nada, muy poco tienen que ver con los artistas del sablazo y aquello que se llamó “la cofradía de la pirueta”, donde hay obras curiosas (hasta notables) pero siempre más anécdota que letra. Si puede decirse así Valle-Inclán fue el bohemio principesco, que aunque anduviera mal de cuartos, se comportaba como un gran señor de un mundo perdido. Bohemio de la mejor ley, Valle fue además, muy a menudo, un dandi.

Renacimiento ha publicado un libro muy recomendable “Valle-Inclán y la bohemia” que firma José Esteban, tan interesado en esos temas. Esteban hace una suerte de amplio prólogo sobre el asunto y luego selecciona múltiples testimonios de época (en prosa y verso) sobre la persona de Valle, su leyenda, su vida bohemia –su enorme amor a las noches de tertulia en el café-  o el valor creciente de su obra, pues si las “Sonatas” fascinaron a muchos –la belleza de su estilo, su intrepidez de mundo- “Romance de lobos” llega a ser comparado con Shakespeare moderno, por un crítico (que no era amigo de Valle) como  Prudencio Iglesias Hermida. Valle –manco como Cervantes-, creador de su propio mito, fabulador de sí mismo y elitista acérrimo en arte, firmó manifiestos contra Echegaray (es tema conocido) o a favor de Azaña, del Socorro Rojo Internacional  o a favor de la CIAP, la primera gran empresa editorial que hubo en España y que culminó en  fracaso. Deseando la torre de marfil, “el gran Don Ramón de las barbas de chivo” se preocupaba de la vida, sin perder altivez, y dejaba que su corazón marchara con los humildes. Cuando ya estaba enfermo, al final, en su Galicia (murió en enero del 36 y lo enterraron en un día de mucha lluvia) ya solía decir con solemne estoicismo a quienes lo visitaban: “Tengo la estrella perdida”. Desde Azorín o Rubén Darío hasta Ramón Gómez de la Serna (que escribió una hermosa y temprana biografía de Valle)  Emilio Carrere, Villaespesa o Eduardo Zamacois, son muchos nombres llamativos de la  época los que no dejan de hablar de un escritor soberbio y tipo peculiar y ceceante de lengua.  En una España más alta que la que le tocó, Valle-Inclán hubiera sido más todavía. Con pobrezas o problemas ya fue un mito imperecedero.  “Tiene un rostro pálido y barbudo,/ místico y noble, audaz y huraño…” Es del peruano Felipe Sassone. Demos a Valle lo que es suyo.


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