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Decadencias

¡Tres hurras por Anthony Burgess!

El novelista inglés Anthony Burgess (1917-1993), que vivía en Mónaco, como Graham Greene, fue un autor seguido y admirado en España, y no sólo por el éxito mundial de “La naranja mecánica” (1962), que aunque magnífica y llena de prendas de futuro, quedaba relativamente atrás… Burgess fue un gran novelista y ensayista que tenía un sentido culto, profundo y vario de los múltiples registros del idioma inglés, que usaba con saber y maestría. Probablemente las traducciones no siendo malas (Ramón Buenaventura lo mimó especialmente) acaso no podían concluir de reflejar tantos y tan ricos matices cultivados… Conocí fugazmente a Burgess en el sótano madrileño del viejo “Oliver”, cuando acudió a presentar ese novelón (en muchos sentidos) que es “Poderes terrenales” al parecer inspirada –no de cerca- en Somerset Maugham, autor superinternacional y afamado criptogay… Burgess (gran cabezota sólida, con el pelo cruzándola para ocultar la calvicie, lo que Benet llamaba estilo “felpudo”) estaba sentado en un rincón, con ojos escrutadores, fumando puritos delgados (“señoritas”) y con un güisqui en la mano: ¿De veras le gusta a usted Maugham?, me dijo. Me gustó mucho de adolescente, contesté. Pero el personaje debió ser fascinante, aunque usted lo sabrá mejor. Oh –concluyó- fascinante de verdad Sir Cecil Beaton… Y prorrumpió en una honda carcajada seria. Yo creo que en España queríamos a Burgess y hasta tradujimos sus lúcidos ensayos sobre Joyce o sobre Hemingway, paralelos y contrapuestos; pero cuando el hombretón murió de cáncer a fines de 1993, se nos quedó en el tintero transladador su última y estupenda novela, “Un hombre muerto en Deptford”, que había aparecido en inglés ese mismo año y que ahora acaba de traducir Alfaguara. El libro es una crónica (literariamente muy sabrosa) sobre la breve vida turbulenta y sodomítica de ese genio joven que pudo ser Shakespeare, pero que se llamó Christopher Marlowe, para los amigos “Kit”. Espléndido poeta dramático y además espía al servicio de Isabel. Pendenciero, culto, vividor a ultranza, Marlowe fue asesinado en una taberna de Deptford cuando sólo tenía 29 años y quizá sabía bastante más de lo necesario. La novela de Burgess es un festín que no niega la intriga, pero que juega con el idioma, con fintas al francés y al latín, que solía por rancia norma ocultar las acometidas sexuales. ¿Cómo no iba a acordarse del también joven Catulo (no Cátulo) con su “Pedicabo ego vos et irrumabo”, os follaré y me la chupareis, que dice el vulgo? Y sin embargo es verdad que el gran Burgess –un autor como un roble, mejor que como la copa de un pino- ha pasado años de olvido. Bueno, no es Faulkner, ni la señora Woolf, ni siquiera Fitzgerald… Ahí radica el problema. Anthony Burgess era tan bueno como ellos, pero carecía –o casi- de marca propia. Podía escribir (y muy bien) de maneras harto sabias y diferentes, y ese bien en literatura, pasa pronto a ser mal, porque el sello, el cuño, el tic (lo que te singulariza) lo es todo o poco menos… ¿Qué tiene que ver una gran novela de anticipación como “La naranja mecánica” con otra histórica, de romanos, como “El reino de los réprobos”? Apenas nada. Sólo –diría- la infinita pasión de Burgess por la lengua, su ciclópea capacidad de escribir, y su falta (entre tanto saber) de un estilo realmente propio. Como sea, un gigante. Prepare güisqui y puritos, Mr. Burgess no debe irse tan pronto…


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