Decadencias
Sawa y la bohemia fatal
El próximo 3 me marzo se cumplirán los cien años de la muerte mísera y patética de Alejandro Sawa (1862-1909) el más plástico sino el más terrible de nuestros bohemios. Alejandro Sawa (sevillano de abuelos griegos, de Esmirna, por línea paterna) como dirá de él Rubén Darío “vivió siempre en leyenda”, pero su más preclara supervivencia se la debe a Valle-Inclán, que fue su amigo, y que se basó en él, en su terrible penuria y en su muerte desamparada, para hacer de él la imagen terrible del artista en una España atrasada y pobre, convirtiéndolo en el Max Estrella del esperpento de 1920, “Luces de bohemia”, sin duda una de las grandes piezas dramáticas de Valle. Dice el gallego en carta a Rubén de 1909: “He llorado delante del muerto, por él, por mí, por todos los pobres poetas (…) Tuvo el final de un rey de tragedia: loco, ciego y furioso.” Todo era verdad, Sawa llevaba dos años ciego, comido de miseria y abandonado de casi todos (le cuidó su mujer francesa) en un piso muy humilde –no se conserva- en la calle Conde Duque de Madrid. Sin embargo en su juventud –al final de los años 80 del XIX- Sawa había sido un no desdeñable novelista, fecundo, y adscrito al naturalismo más radical y anticlerical, como deja ver su novela “Criadero de curas” (1888) o poco antes “Crimen legal”. Deseoso de mayor gloria y en el fondo aspirando a una literatura más moderna, subversiva desde el esteticismo simbolista, se marcha a París en 1890, donde además de escribir muchos artículos presumirá de ser el gran adelantado hispánico en esa estética finisecular: él presentó a su amigo Paul Verlaine tanto a Gómez Carrillo (el guatemalteco que sería el gran arcaduz entre las literaturas nuevas de Francia y el ámbito del español) y aún al propio Darío. Son años en que todo en Sawa tiene gusto de retrato: el beso que –antes- le habría dado en la frente Victor Hugo, la intimidad certificada con Verlaine (que le regaló el manuscrito de uno de sus poemas) el parecido de su testa imperial con la de Alphonse Daudet, cuya novela “Los reyes en el destierro” adaptará al teatro. Sawa por el Barrio Latino con su pipa y su chambergo, espectacular, acompañado de un perro. Así lo vio también el acerado periodista Luis Bonafoux. Pero muere Verlaine (enero de 1896) y al poco Sawa regresa a Madrid, con la buena nueva de un arte nuevo y su total incapacidad para moverse y solucionarse la vida. Va fracasando, entre la soberbia y el desdén de su porte, y sólo escribirá las prosas muy bellas y renovadoras de ese dietario póstumo que se llama “Iluminaciones en la sombra”. El genio termina en la indigencia y la abulia, que puede traducirse por “spleen”. La bohemia y una patria pobre lo trituran. Valle lo salva para siempre en “Luces de bohemia”, sí. Pero lo que de alguna manera nos dice la profesora granadina Amelina Correa Ramón en su biografía-estudio “Alejandro Sawa, luces de bohemia” (Fundación José Manuel Lara) es que sin el esperpento –que es mucho- Sawa, un alto menor, también habría valido la pena. Los escritores menores dan sentido y atmósfera a los más grandes, y tanto más si son personajes ellos mismos. También lo vio Manuel Machado es su espléndido epitafio: “Y es que él se daba a perder/ como muchos a ganar./ Y su vida,/ por la falta de querer/ y sobra de regalar,/ fue perdida.” ¿Personaje o autor? Elijan. Si pueden…
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