Rebelión y humanidades. (En homenaje a Agustín García Calvo)
(Este texto se ha publicado en el tomo, coordinado por José Lázaro, “Encuentros con ¿Agustín García Calvo?” Editorial Triacastela. 2013.)
Conocí poco (en persona) a Agustín García Calvo. Sólo unos cuantos encuentros, a veces fortuitos, en los que charlamos un buen rato. Uno en el Ateneo de Madrid, donde compartimos mesa, en una charla sobre aspectos del erotismo, allá por la medianería de los pasados 80… Otra vez cuando le encargué para una colección de clásicos que asesoré, unos años, en la editorial Cátedra, un prólogo para la traducción del “De rerum natura” de Lucrecio, obra del mal llamado abate Marchena, que yo quería reeditar. Agustín aceptó el encargo e hizo aquel prólogo. Nunca ví (o nunca llegó a encandilarme igual) a ese Agustín, exilado en París, y del que Fernando Savater me contaba maravillas. Ese brillante y socrático orador de cafés, entre jóvenes discípulos asombrados y algo ácratas, que existió en Sevilla, en París y algún tiempo en el alternativo y madrileño Malasaña; a ese humanista de la voz no lo conocí, aunque no dudo de él, porque me lo repitieron varios amigos queridos, cercanos y nada tontos. Para algunos ese hablador ateniense y “hippie” fue el mejor Agustín García Calvo (siempre contra el Poder y sus múltiples añagazas) pero según esos mismos, ya el los años 80 –cuando yo ví más y leí más a Agustín García Calvo- ese orador deslumbrante y engatusador había –o casi había- dejado de existir. La pregunta era inevitable: ¿Les fascinó el sabio, que existía? ¿O mucho más el personaje extravagante y facundo que ofició de “magister” en su perdida juventud? Gide dice que el verdadero maestro, al final, pide que tires o te desprendas también de su libro. ¿Era el caso?
La idea vieja de un catedrático de latín (lo que Agustín fue) solía ser la de un hombre ya no joven y un tanto cascarrabias. Pese a mi pasión por el mundo clásico, me encontré alguno así. Gentes centradas en los verbos y las declinaciones –que es necesario- pero olvidando casi por entero el gran universo cultural que fue Roma. García Calvo vivificaba el mundo clásico no negándolo a la contemporaneidad. No resultaba extraño (en las postrimerías del franquismo) que a un catedrático lo expulsaran de su cátedra por razones políticas, como le sucedió a Agustín. Pero uno veía en sus compañeros de expulsión –Aranguren o Tierno Galván- a personas que, con la ideología que fuera, mantenían la “compostura”. Lo llamativo (en años en que se empezaba a ver en España la contracultura californiana) fue ver a un Agustín García Calvo contracultural, vestido como Allen Ginsberg o como uno de aquellos gurús que presentó Theodore Roszak en un libro ameno y brillante, “El nacimiento de una contracultura” (Kairós, Barcelona, 1970). Lo atractivo de Agustín para muchos jóvenes de entonces –en general algo más cultos y comprometidos que los de ahora mismo- era encontrar a un filólogo sabio metido en el antisistema y con camisas de colorines y colgantes hindúes, como un rebelde más. Esa fascinación pudo empezar en la brillante oralidad, y continuar en la actitud que nunca decayó, llegando a fundar su propia editorial –Lucina- por desacuerdo con los porcentajes abusivos que el actual sistema editorial aplica a los autores, siempre los menos gananciosos en el negocio. Incluso viejo, y ya un tanto retirado, García Calvo siguió representando esa cultura alternativa, alta pero muy viva, muy vital, que tanto seguimos necesitando.
A Agustín (como filólogo y filólogo clásico) le interesó mucho la traducción y el lenguaje. Recuerdo que a muchos compañeros les sonaba rara su traducción de los escritos socráticos de Jenofonte –que Agustín tradujo en los 60- por su sintaxis retorcida, algo latinizante, que apelaba a una sonoridad nueva del español… Se olvidaban que esta tendencia de aparejar el latín y el griego con el castellano, proviene del siglo XV, y que lo que realmente hizo Agustín fue profundizar esa senda. De mi pariente don Enrique de Villena afeaban los puristas una construcción como esta: “En una de fregar cayó caldera”, por el predominio del hipérbaton, al igual que en este verso de Juan de Mena: “Y a la tercera volviéndome rueda”. No son excentricidades sino búsquedas latinizantes, mejor o peor logradas. En 1977, en la editorial Júcar, Agustín publicó un sabio tomo sobre “Virgilio”. Como todo los libros de esa colección, pequeñas monografías sobre poetas (yo publiqué un año después un “Catulo”) el libro se cerraba con una antología – a veces bilingüe- de los versos del poeta que fuera. En el aún muy interesante tomito de Agustín las versiones –rítmicas- de los poemas virgilianos (de fragmentos de varios de ellos) comienzan en la página 115, cuando el libro tiene en total 260. Es decir, Agustín quería probar de nuevo traducciones que trataran de mantener (más allá de lo que hiciera Pabón) el cuantitativo ritmo hexamétrico o de los dísticos elegíacos, en una lengua –el español y todas las romances- que versifica atendiendo a la rima y a la sucesión de sílabas tónicas o átonas, pero no largas y breves, que nuestro oído no puede percibir. Así hace comenzar, pues, su versión de la “Bucólicas” (I): “Títiro, tú, al amparo / de la ancha haya acostado,/ voz de Musas de bosque/ en delgadas flautas ensayas ./ Lindes nosotros del pueblo/ y dulces surcos dejamos:/ patria perdemos nosotros./ Tú, Títiro, lento, a la sombra,/ <Linda Amarílide, linda>/ a sonar enseñas al bosque.” Es este fragmento (por lo demás bien conocido) el inicio de la Égloga I, en la que habla Melibeo. Para entender el sonido nuevo –latinizante si se quiere- que García Calvo pretendía incorporar al español, es necesario comparar su versión con cualquiera de las varias tenidas por “normales”. Escojo una de las menos prosaícas, la editada en Hiperión, 2008, por Juan Manuel Rodríguez Tobal. El fragmento inicial es el mismo: “Títiro, tú, bajo el cielo de esta haya tendida acostado,/ con la finísima flauta las Musas del bosque convocas./ Yo he de dejar los surcaños del pueblo y sus dulces labrados,/ yo ya la patria la pierdo; tú, Títiro, lento a la sombra/ vas enseñando a cantar tu Amarílide linda a los bosques.”
Ninguna de las dos es una traducción mala (“Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi…”) pero obviamente si la segunda suena menos forzada es mucho más retórica. García Calvo respeta mejor la levedad, la célebre “dulzura” virgiliana, pero hace, con destreza, que nuestro idioma –de suyo flexible- se retuerza algo más, lo que el verso –en general- admite por tradición mejor que la prosa. Igual en el célebre comienzo de la “Bucólica II”: “Formosvm pastor Corydon ardebat Alexim” (Por el hermoso Alexis ardía el pastor Coridón: he aquí una traducción literal). Dice Rodríguez Tobal: “Por el hermoso el pastor Coridón por Alexis ardía.” Más rebuscado, no mejora lo literal. García Calvo lo acierta a latinizar más grácil: “Por su hermoso el pastor Coridón/ por Alexis ardía.” Son meros y cortos ejemplos de un estudio que alguien debiera emprender sobre la amplia obra de traducción de autores grecolatinos llevada a cabo por Agustín García Calvo: su afán de dar continuidad al proyecto protorenacentista (que también tentó a Rubén Darío) de latinizar en ciertas ocasiones al menos, la prosodia del español. Que yo recuerde ahora, muy a botepronto, sólo hay un libro reciente sobre el tema genérico “La métrica latinizante” (Unam, México, 1975) del filólogo clásico Tarsicio Herrera Zapién.Ahí no se llega a hablar de españoles nuevos, pero sí del proyecto latinizante, abierto modernamente por el librito de Miguel Antonio Caro “Del ritmo latino acentual” (1882). Luego hace un repaso por algunos teóricos y culmina en poetas –no sólo en español- que han usado este sistema como el italiano Carducci o el norteamericano Longfellow. Pero por centrarse en hispanoamericanos –quiza sea su solo defecto- hay nombres tan notables como Darío, Guillermo Valencia, Alfonso Reyes o Rubén Bonífaz Nuño, los dos últimos filólogos y humanistas además de poetas. Extenderse más sería hacer ese libro que pido. Baste decir que Agustín García Calvo ocupa un destacadísimo lugar como poeta y sobre todo como traductor de poesía clásica en la cadena, no chica, que lleva siglos intentando –no con éxito cabal- la fácil latinización del español en ciertos momentos. A no pocos les sigue pareciendo extravagancia y otros ( no habituados) hallan dificultades de lectura. Claro es que se trata de un ensayo culto, que acaso no pueda ser bien recibido en tiempos tan generalmente incultos como los de ahora mismo.
Filólogo, poeta, polemista, gurú anarquizante del antisistema, socrático de origen, creo que Agustín García Calvo (independientemente de lo que cada quien pueda pensar de su labor édita) continúa siendo un sabio y un raro personaje no bien entendido. Demasiado culto y demasiado libre –y con afán de liberar a quienes le escucharan- para un país tan dormido o adocenado como parece la general España de estos días. Un maestro. ¿Y eso no es algo rural, dirán algunos todavía?
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