Decadencias
¿Los estertores de la vanguardia?
Desde luego nada de nuevo hay –pese a la escandalera mediática- en la relación arte/mercancía y mucho menos en el tradicional fenómeno de que los ricos inviertan en arte como valor durable. Ejemplo del primer Barroco: los cuadros que algunos comitentes píos rechazaban a Caravaggio por “indecorosos”, los compraba el cardenal Borghese que se hizo una hoy celebérrima pinacoteca en Roma… Otra cosa es qué se considera “arte” (Damien Hirst no hubiera sido un artista en el siglo XIX) y otra la popularización del arte, que inició el “pop” –Warhol- reproduciendo obras gráficas en masa para que todo el mundo tuviera arte en su casa misma. Quizás el exquisito Dalí cayó en esto en su última época al firmar hojas en blanco que dibujarían otros. La firma es real, el dibujo falso. El último Dalí es el que menos vale en el mercado del arte. Y quitando el hecho (muy notable) de que Andy Warhol es un icono del siglo XX, sus obras –como mero arte- tiende a desvalorizarse y no a subir de precio a excepción de las muy significativas (“Marilyn”, digamos). Nos falta otro factor: las vanguardias del siglo XX, más vivas aún en las artes plásticas que en las literarias, concedían un inmenso valor a la novedad sorpresiva. Las esculturas de Hirst (si puede denominarse tal su zoológico en formol) participan, todavía hoy, del fenómeno vanguardista del culto novedoso a lo insólito. Los que estos días han invertido en obras de Hirst porque caía la Bolsa, a lo mejor hicieron bien el día en cuestión, pero dudo que suba su cotización a largo o medio plazo. Los grandes valores del arte siguen siendo la calidad en el registro múltiple de la tradición (donde ya ha entrado la vanguardia), la no excesiva multiplicación del producto y al final la muerte del artista, es decir, el momento en que este deja de producir y así puede darse por cerrada su obra. Si Hirst continúa metiendo bichos más o menos sacros en formol, su obra cada vez valdrá también menos. Estamos ante un fenómeno alucinatorio (por tanto vanguardista asimismo) en el que la publicidad y los “media” tienen mucho que decir. La calidad de la obra de Damien Hirst –nacido en 1965- todavía no ha pasado el filtro de la crítica histórica. A lo mejor podemos decir otro tanto de la pintura de Jean Michel Basquiat (protegido de Warhol, y encumbrado como pintor maldito) que murió con 28 años. Lo que sí sabemos hoy por hoy (película de Schnabel incluida) es que su leyenda vale más que su pintura. En el caso Hirst –de nuevo- estamos ante un fenómeno más mediático que artístico, que tenderá (dejando rico al autor) más a desvalorizar que a revalorizar su escultura. El rico que quiere invertir en arte (y no hablamos de Picasso ni de Van Gogh, que raramente salen al mercado) tendrá mucho más segura su inversión en arte moderno, comprando un Brancusi –por hablar de escultores- o un Giacometti o incluso un raro Gaudier-Brzeska que lanzándose al formol de Hirst. Aunque bien pudiera ocurrir que si nuestro británico traspasa las fronteras de la lógica o su “happening” bursatil entra a formar parte de la mitología se revaloricen sus obras no por su valor en sí (que parece ir por otro lado) cuanto por el valor de la leyenda. Otra vez como Basquiat o como el profeta Warhol…
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