Imagen de artículos de LAdeV

Ver todos los artículos


JOSÉ HIERRO SE DESPIDIÓ VOLANDO

A veces algún editor se acuerda, aunque no sea un centenario o el autor (muerto) nunca fuera un trepa. He oído a algunos que José Hierro (1922-2002), acaso en razón de la no poca fama que tuvo en sus años últimos, es un poeta ahora en el tan frecuente Purgatorio… La editorial Nórdica  -con dibujos atractivos de Adolfo Serra- se ha acordado de que hace justo veinte años del último libro que publicó , con gran éxito en ese momento, nuestro Pepe Hierro, “Cuaderno de Nueva York”. Hierro, fumador y bebedor -ya respiraba mal- con su aire estupendo de gran Khan de las estepas asiáticas… Se lo dije algunas veces y se reía. Hierro murió con 80 años, y cuatro antes había publicado este “Cuaderno…” casi a la vez que le daban el Premio Cervantes ese mismo 1998.  Hierro era un hombre consciente de su valía y de su dignidad (acaso como todo el que ha sufrido) pero no era vanidoso, en absoluto. Quizás orgullo, vanidad ninguna, porque había sabido hacer su propio vino en Titulcia y le gustaban los aires, un poco de zapatillas, del hombre honrado. Hierro (que trabajó en muchas cosas, la última en Radio Nacional) estuvo muchos años en silencio, pero fue siempre, al principio y al fin, un poeta magnifico, desde el Adonáis -que entonces era mucho, 1947- con “Alegría” a este último y reeditado “Cuaderno de Nueva York”.

En realidad el New York de Hierro no es, obviamente, el Nueva York de Lorca. La ciudad gusta pero no aturde o ensalma, y a menudo en este libro la ciudad de los famosos rascacielos, ya viejos, tiene mucho de decorado ocasional o de mero telón de fondo. El libro está dedicado a José Olivio Jiménez, crítico cubano y amigo común que fue, porque Hierro en NY se quedaba en casa de José Olivio y porque Pepe tuvo una aventura amorosa apasionada, aunque al fin se deshizo, con una puertorriqueña muy amiga de Olivio, llamada Doris, nombre sale como al azar en más de un poema.  Hierro nunca se quejó (acaso por dignidad y respeto a los otros) de que lo incluyeran sistemáticamente en la nómina de la “poesía social” -algún poema social tiene- que no fue lo suyo, sino muy tangencialmente. Gran lector de Darío y enorme admirador y corresponsal de Juan Ramón Jiménez, Hierro es un poeta mucho más esteticista y musicista de lo que suele creerse. En “Cuaderno de Nueva York” se acuerda de su amiga Gloria Fuertes -que tuvo una novia norteamericana, profesora de español, llamada Filis- pero si asimismo habla de Miguel de Molina, “llorando, siempre llorando”, ve al rey Lear entre los claustros españoles del Metropolitan y se goza con el amor, con la eterna nostalgia y con la música de Franz Schubert. El libro es en sus poemas mejores – “Oración en Columbia University”- de alto vuelo lírico. ¿Cómo iba a ser mero poeta social -aunque respetara mucho a Otero o a Celaya- quien ya en 1964, publicó un texto de vuelos querubínicos, titulado “Libro de las alucinaciones”? Pero fue verdad, entonces, que los poetas nuevos o más nuevos, no nos dimos cuenta. Quizá recordando un poema de queja en sordina como “El pasaporte” (Hierro conoció la cárcel en la inmediata postguerra, por motivos políticos) o acaso, lo he dejado ver antes, por su claro tono sencillo, incluso de vaga lejanía tosca, obviando al lector asiduo también de Lope de Vega, cuyas citas tampoco faltan en “Cuaderno de Nueva York”. Hierro no era sólo “Tierra sin nosotros” (1947) sino el hombre que ya en 1974 reunió su poesía completa -que se ampliaría- en “Cuanto sé de mí”. El poeta madrileño/cántabro, que comenzó su andadura con el grupo “Proel”, donde estaba el refinado Julio Maruri que, ahora mismo, retirado en una residencia (siempre quiso mucho a Hierro) es el poeta conocido más viejo de nuestra España, 97 años.

Recorrí con Hierro Lisboa una primavera, y recuerdo en cuantos bares paraba para pedir un “vino verde”. Aunque ya teníamos buena confianza     -1985, creo recordar- me comentaba en vago tono de excusa cordial, “es que tengo la tensión baja, ¿sabes?” Y sonreíamos, por supuesto. En una entrevista que me hizo, creo que algo antes, en Radio Nacional, me insistía -ante mi ausencia- para que no dejara de hablar de quienes los novísimos llamamos coloquialmente “poetas de la berza”, a sabiendas de que injustamente él había entrado al censo. Poeta de vuelo alto, de imágenes y metáforas ricas, que nunca se van del todo de la tierra, Hierro es uno de los últimos académicos electos, que nunca entró en la Academia. No hubo discurso ni solemnidad de entrada, y no por falta de tiempo. Me ha encantado releer a Hierro. Sigue en su natural altura.


¿Te gustó el artículo?

¿Te gusta la página?