Decadencias
José Emilio Pacheco, alto y claro
A José Emilio Pacheco (México, 1939) le ha coincidido el año de su setentena con la concesión del premio Reina Sofía de poesía que, ayer tarde, en el Palacio Real de Madrid, le entregó la propia reina. Exagerado y tierno como es, me decía en un e-mail hace unos días que, con ambas cosas juntas, en lugar de haber cumplido setenta años, él creía haber cumplido 1200… José Emilio Pacheco que empezó su labor literaria (poética, sobre todo, aunque también es narrador y ensayista) con el libro “Los elementos de la noche” ha visto salir hace un mes –en Visor- su último libro por ahora, un volumen de poemas en prosa titulado “La edad de las tinieblas”. Cuando Octavio Paz hizo en 1966 y en México una antología en que pensaba poner, entre muy pocos poetas, a lo mejor y más esperanzador de la poesía mexicana del momento, acertó incluyendo a José Emilio Pacheco como el más joven de los antologados en “Poesía en movimiento”, pero no acertó al decir que Pacheco (frente a Aridjis o Montes de Oca) representaba el lado más conservador de la modernidad. Poetas firmes, hoy Homero Aridjis y el recientemente fallecido Marco Antonio Montes de Oca nos parecen poetas con un exceso de hojarasca o de asilvestramiento verbal, porque el surrealismo dejó como herencia a la postre inútil en Hispanoamérica un “totum revolutum” de imágenes y palabras, como un espesor tropical, donde a menudo sobran lianas o raíces hueras y el lector siente que no vendría mal podar. Al contrario, José Emilio ha representado y representa la modernidad más firme porque se basa en la necesaria renovación de la tradición. Lo nuevo es siempre necesario, lo tradicional (como basamento en que apoyar sólidamente lo nuevo) también. Y así es la poesía de Pacheco, alta y clara. Dirigida a todos desde el sólido fundamento de una tradición aprendida con seguridad y amor. Alegórica, con hermosas fábulas sobre animales, personal y social, porque se duele del desastre del mundo desde la lúcida conciencia individual. Cultista, porque nadie es el primero en nada y al mismo tiempo solidaria y cordial. “Para ser Dios a la palabra Odio le falta una letra y le sobra otra. No obstante, ejerce la potestad absoluta sobre nosotros.” (…) “El odio como el aire lo llena todo.” Leal, finísimo poeta, José Emilio es en lo personal anecdótico no sólo un ciudadano ejemplar sino algo así como el hombre desastre, acrecentando (y mucho) el mito del poeta. Olvida un libro, se le vuelan unos papeles, se desmaya al bajar del avión pero –afortunadamente- al día siguiente está como nuevo. Imagen calamitosa del “sabio distraido” que para todo precisa de amigos o secretarias por voluntad, parece increíble la lucidez con que el “calamitoso” se enfrenta a la verdad del mundo y del poema: El último gran terremoto en la Ciudad de México (hay un espléndido poema sobre ello) le recuerda a Virgilio, “Facilis descensus Averni…” Sí, es muy fácil bajar al Averno. Sabe que cuando un poeta traduce a otro crea si lo hace bien y el poema es de los dos y del lector. Y siguiendo a Valèry ha encomiado la anonimia (“Carta a George Moore en defensa del anonimato”) porque “si le gustaron mis versos/ qué más da que sean míos/de otros/de nadie./ En realidad los poemas que leyó son de usted:/ Usted, su autor, que los inventa al leerlos.” José Emilio, lúcido, humilde, pensador y distraido, porque “lo demás” vale poco la pena…
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