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JEAN AMÉRY, DESASOSIEGO ATROZ

Es el caso que he leído el último libro que este hombre peculiar y solitario que se hizo llamar Jean Améry (1912-1978) escribió, una defensa del marido de Emma, la protagonista de Flaubert en la archicélebre “Madame Bovary”. Améry defiende a ese marido que pasa por cornudo, consentidor y bobo en el libro -editado por Pre-Textos, como casi todo lo del autor en español- “Charles Bovary, médico rural”. También Sartre en su ensayo sobre Flaubert la tomó con el pobre Charles. ¿No puede ocurrir que uno sepa lo que su mujer hace -ir con otros dos hombres, con dos más guapos o atractivos- y lo tolere como otra forma de amor? Améry, que comprendía el daño, da voz y razones a Charles Bovary, en un texto medio novela, medio ensayo, y que funciona perfectamente bien… “El que ha sido torturado continúa torturado siempre”, escribió nuestro hombre. He leído de bastante atrás a Améry y recordaba bien que nació en Viena (entonces Imperio Austro-Húngaro) en 1912. Su padre era un judío que no practicaba, que se sentía plenamente austríaco y su madre era católica y lo educó en esa religión, que tampoco practicó. Pero no recordaba ( lo vi de repente) que Jean Améry nació un 31 de octubre, o sea el mismo día que nací yo. ¿Existen esas afinidades casuales que parecen acercar sentimientos, simpatías?  Acaso sí.

Nacido como Hans Mayer (Améry es un anagrama del apellido original) adopta el afrancesado Jean Améry, cuando los nazis lo obligan a huir de Austria en 1938, el año de la anexión de la entonces República al Reich. Se refugia en Bélgica, y cuando esta es invadida asimismo -como Francia- pasa a formar parte de la Resistencia.  Unos años después -pocos- lo detiene la Gestapo y lo envía al campo de Auschwitz y más tarde al de Bergen-Belsen. Llega a pesar 45 kilos. Se salva (como Primo Levi y algunos republicanos españoles, a quienes conoció en el horror) pero ha sido torturado y ese daño no se puede borrar. Curiosamente se acerca más a Alemania -que reconoció su culpa, y en cierto modo la pagó- que a su nativa Austria, que jamás ha dicho nada, y que nunca invitó a volver a cuantos habían tenido que huir, para salvar sus vidas, en aquel fatídico 1938. Jean Améry vive en Bélgica como periodista plural, pero jamás busca ni acepta esa nacionalidad y no cambia de lengua. El alemán era la lengua de los torturadores, pero también la de genios como Thomas Mann al que siempre admiró. Quizás eso mismo sintió el doliente poeta, Paul Celan. Al poco de haber publicado “Charles Bovary, médico rural”, Améry que sólo había vuelto a Austria por trabajo (no quería volver) va a Salzburgo, la ciudad de Mozart, y se suicida en un hotel de esa ciudad melómana con 66 años largos.  En Viena, antes de la guerra, había iniciado una feliz carrera de novelista, que el nazismo truncó. La mejor novela de Mayer en ese tiempo, “Los náufragos” de 1935. La loca juventud de la vida, que deja a tantos varados, con el recuerdo de un mundo distinto… Todo eso lo cortó el desastre. Y cuando Améry volvió a escribir, ya después, su prosa narrativa o ensayística, siempre vívida y lúcida, se dedicará sobre todo a desentrañar el daño. Los judíos habían sido víctimas mucho más que desdichadas, masacradas. Pero, ¿por qué él, educado como católico y que no quería ser especialmente judío? De ahí brota el ensayo, “Sobre la imposición y la imposibilidad de ser judío”. Envejecer (como a Jaime Gil de Biedma, en muy otro orden de cosas) le parecía terrible. La vejez no consolaba, limita y aturde. Es el espléndido libro de 1968, “Revuelta y resignación. Acerca de envejecer”. Antes se había preguntado por la bajada a los Infiernos que eran los campos de exterminio y la tortura, y sale (1966), “Más allá del crimen y el castigo. Ensayo para superar lo insuperable.” Terrible. Y a fin, sereno, herido, puestas las cuentas en regla y orden, el hombre que ya nada muy bueno espera de la vida, se cuestiona brillante y liberalmente el “derecho a salir”, a la muerte digna, el derecho al suicidio, si llega el caso con razón nítida, y entonces en 1976 publica “Levantar la mano sobre uno mismo”. Brillante. Améry no olvidó ni perdonó. Pero volvió a esa Austria que no quería y en su tumba, bajo su nombre francés, sólo hay unas fechas y el número terrible que lo identificara en Auschwitz. Todo está dicho.

 


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