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IMAGEN Y SUEÑO DE JUAN EDUARDO CIRLOT

El barcelonés Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) no ha dejado de crecer desde su muerte. Fue un gran poeta atípico desde la postguerra, pero aunque también buscaba modos de una renovada vanguardia, no aparece por el postismo de Ory y Chicharro. Su fuente es el surrealismo -estuvo en 1949 en París para conocer a Breton- pero en ningún momento se quedó ahí. Quería mezclar tradición y vanguardia en sesgos cada vez más novedosos. Al final -cuando yo entré en buen contacto epistolar con él- era un más que raro en poesía (él mismo se editaba unos pliegos muy cuidados, todo el ciclo, amoroso-esotérico “Brownyn”) pero era un crítico de arte y un ensayista muy notorio.  Su primer trabajo en esa línea de ideación de la modernidad, fue su “Diccionario de ismos” de 1949. Poco después publicó su ensayo pionero sobre “Stravisnsky” (1951) y -siempre sin abandonar la poesía- se irá internando en el hondo campo de la simbología, publicando la primera edición de su “Diccionario de los símbolos” de 1958, que se fue ampliando y creciendo hasta la gran edición definitiva de 1969, libro absolutamente fundamental e ineludible. Su hija Victoria Cirlot acaba de republicar en WunderKammer, una nueva y muy cuidada edición de uno de los libros muy eruditos, con los que Cirlot empezó sus estudios de simbología, “El ojo en la mitología. Su simbolismo”, originalmente de 1954. ¿Qué significa el ojo apotropaico, un ojo situado fuera de su lugar habitual? ¿Un ojo en la palma de la mano? ¿O un ser mitológico, por entero lleno de ojos? Ilustrado, el librito es un paseo fascinante.

Pero esta pasión por la poesía distinta (tradicional o experimental) como el hecho de que por sus estudios y gustos medievales coleccionara espadas y esvásticas -que no son sólo un símbolo nazi, se trata de algo antiquísimo- levantó la leyenda de un Cirlot extraño y hasta de extrema derecha, lejos de la realidad. Fue Carlos Barral -quien lo conocía- el que en pláticas y memorias extendió esa imagen como total rareza. Cirlot era raro de otro mágico modo. En 1965 vio una película que pocos recuerdan, “El señor de la guerra” de Franklin J. Schaffer. En ese filme de leyenda medieval trabajaba una actriz, Rosemary Forsyth, en la que Cirlot fijaría parte de su poesía final: “Regina tenebrarum” (1966), el ciclo “Bronwyn” o los “44 sonetos de amor” (1971). Cirlot murió en el olvido y la extrañeza de su lejanía; hoy es figura capital de nuestra poesía y nuestra mejor erudición recóndita. Su poesía total está en Siruela, “En la llama” (2005).


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