Decadencias
HONOR A RUBÉN DARÍO
Estamos en el año del centenario de la muerte de Rubén Darío (1867-1916), fue en febrero. Creo que se ha notado poco. Pero claro estamos también en un año Cervantes y año Shakespeare… ¿No es mucho? A fe que sí. Pero Darío, nicaragüense que sintió hondamente la hispanidad, merece más. Me lo ha recordado la reedición en Renacimiento de uno de sus más bellos libros de prosa viajera, el tomo “Tierras solares”(1904), tan mediterráneo, de Málaga a Barcelona pasando por Venecia. Podría haber sido “El oro de Mallorca” pues Darío vivió en la isla parte de sus últimos tiempos españoles. Y Rubén fueun prosista de no menor envergadura que poeta. Si bien como poeta –lo sabemos- fue una rotunda revolución en el idioma. Desde “Azul” a “Cantos de vida y esperanza” pero no solo. Tan moderno o más que el poema “Lo fatal” (al que se acogen quienes gustan menos del esteticismo) es la “Epistola” –a la señora de Lugones- donde devuelve el género a su ser latino y lo moderniza haciendo una inmensa poesía de mera y honda inmediatez…
Hablamos de la profunda hispanidad de Darío, que vivió en Chile y en Buenos Aires, donde escribió parte de su obra más nueva entonces (“Prosas profanas”, “Los raros”). Cuando yo estudiaba bachillerato, la asignatura de Literatura española era muy completa pero estrictamente española. Ni un latinoamericano. Con la sola y notable excepción de Darío. Decían que Rubén amó mucho a España y que podía ser más español que los españoles, lo que no es incierto. Pero la reivindicación patria de Darío debe ir por otro lado. Su hispanismo feraz no es el de Colón ni el de los Reyes Católicos, evidentemente más corto. Su hispanismo es sencilla y modernamente el del idioma español. El de la necesidad de sentirnos fraternos con las repúblicas hispanoamericanas. Eso quiso Rubén Darío y eso sintió. Aunque nadie pueda olvidar el verso final del soneto que dedicó a Cervantes: “La tristeza inmortal de ser divino”. Aunque Rubén está en el origen de todas las revoluciones modernas del español, algunos siguen no entendiendo la novedad y la belleza de cisnes y princesas al inicio, cuando eran símbolos de altura y novedad, sin los que –y son perfectos- no hubiera llegado lo demás. Por ejemplo ese afán de resucitar el hexámetro en el poema “Salutación del optimista”. ¿Recuerdan: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda…”? Cuando uno lee o relee a Rubén Darío se halla ante un prodigioso suceder de maravillas lingüísticas, a veces muy hondas. ¿Niega “Era un aire suave…” la perfección del retrato de Antonio Machado, que tanto admiró a Rubén? “Misterioso y silencioso/iba una y otra vez./Su mirada era tan profunda que apenas se podía ver…” Pero también el Rubén carnal que estudió Pedro Salinas: “y la autumnal riqueza de las vírgenes locas/ por la Lujuria, madre de la Melancolía.” ¿Cómo no darse cuenta de la inmensidad de Rubén que vieron todos, de Valle-Inclán hasta Aleixandre o desde luego Juan Ramón Jiménez? Hombre lleno de miedos, decadente, ocultista, antiyanqui, mundano y creador de la verdadera Hispanidad, Rubén era al tiempo un dipsómano enamorado de la santa ebriedad carnal, que escribió con todo: “Pasó ya el tiempo de la juvenil sonrisa/ dejad al huracán mover mi corazón.” Genial.
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