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Emily Dickinson, Cartas.

Emily Dickinson. Edición y traducción de Nicole d’Amonville Alegría. Lumen, Barcelona, 2009. 320 págs.

 

Como bien sabemos (hay bastantes traducciones últimas de la singular poesía de Dickinson en España) Emily, la dama de Amherst, su pueblo natal y prácticamente su única morada, “la reina reclusa” como la llamó -porque en una ocasión no quiso verle- Samuel Bowles, director de un periódico local, fue una mujer extraña, cerebral, solitaria, hipersensible, quizá neurótica, que escribió prácticamente en secreto una riquísima obra poética (más de 800 poemas) que con la excepción de cinco, y uno de esos publicado sin nombre, no se conoció sino después de su muerte. Puritana -y de tradición fuertemente puritana- pero liberal, a la par, a causa sobre todo de la poesía y su lenguaje (original, roto en el ritmo, muy renovador) vivió sin apenas salir de la casa ajardinada de su padre, que fue un hombre de posibles, junto a su madre y su hermana menor Lavinia (“Vinnie”) y su al fin cuñada, primero amiga íntima y algunos hasta sostienen que amante -pero en éxtasis de pureza, a buen seguro- Susan Gilbert, siempre vestida de blanco la última parte de su vida, cuando muy pocos la veían o entreveían por su jardín, Emily Dickinson (1830-1886) pasó, leyendo la Biblia protestante y a Emerson como una de sus principales influencias (aunque conocía bien a Keats y a Browning entre otros) una vida dedicada a las amistades y experiencias del espíritu, cada vez más sublime y más lejos… Es extraño que Tennessee Williams no hiciera de ella uno de sus personajes, porque bajo cierta óptica lo parece…

Como dice bien  Nicole d’Amonville Alegría en su trabajado prólogo a esta acertada selección de la fértil correspondencia de Emily, en pocos autores sus cartas tendrán tanto que ver con sus poemas. En realidad, salvo muy cortas excepciones, no hacen sino desarrollar hacia sus amigos, conocidos, parientes o maestros        -consideró tener dos-  la misma salvaje y potente vida interior o íntima que aparece en su lírica. Cuando en una carta temprana a Susan termina diciendo: “¿Quién te quiere más, y mejor, y piensa en ti cuando a otros vence el sopor? Es Emilie (como firmó antes que Emily) ¿cómo no pensar no sólo en sus poemas, sino en que contrariamente a lo que dice Harold Bloom, no reprimió -o no de la manera en que ello convencionalmente se entiende- su vida pasional, que es caudalosa en cartas y poemas, la practicara directamente o no?

Por cierto que si en el uso ruptural y novedoso de los guiones (que algunos traductores muy equivocadamente corrigen, quitándole su respiración) Emily  recuerda a Paul Celan y a Marina Tsvietáieva, sobre todo y además en la prosa  aquí de correspondencia, su sentido del amor oculto y desbordante a la vez, la acerca  a la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, para la cual (y olvidemos aquí el doble sentido de una palabra) “el amor más alto es aquel que no pide correspondencia.” ¿La correspondieron a Emily, fuera del ámbito familiar, incluso sus familiares? Eso no nos lo dicen sus cartas, que sí muestran su a ratos borbotónica y refinada pasión y alguna vez también -propio de una ciclotímica- su conocimiento (frente a la euforia) de “la Hora del Plomo”. Leyendo las cartas de Emily Dickinson, ¿cómo no recordar también la noche, los ángeles y la ultrasensibilidad rilkeana?.

Esta antología de la correspondencia de Dickinson -muy notable a mi gusto, en una traductora que ya vertió una antología poética de la autora- se divide en cuatro grandes períodos que son la primera juventud (1842-1857),  los años en que Dickinson secretamente empezó en serio a escribir poesía (1858-1865), los años de reclusión prácticamente absoluta en que escribe menos cartas o poemas (1866-1879) y finalmente los años finales, signados por lo elegíaco de varias muertes cercanas y el culmen de su reclusa excentricidad (1880-1886). Cercanía de cartas y poemas en afinidad literaria, y las líneas finales que hoy están en su lápida: “Primitas,/ Me reclaman. (Called back)/ Emily” Evidentemente excepcional.


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