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Decadencias

Edith Piaf, la suerte y lo demás

La vida de quien no quiso llamarse Giovanna Gassion sino para siempre Edith Piaf (1915-1963) fue un hervidero de leyendas que tenían que ver con el viejo París golfo, con canciones sublimes que entonaba una mujer menudita, con la miseria y el éxito; una vida sentimental desbocada, la droga y el alcohol… Pero normalmente de eso no se habla en una autobiografía modesta (dictada probablemente a un amigo periodista) con ánimo medio de propaganda medio de sacar dinero. Piaf publicó dos leves autobiografías en vida y “Edith Piaf, el baile de la suerte”, con un prologuito de Jean Cocteau, fue la primera en 1958. Luego vendría “Ma vie”, en 1960, no mucho mejor. Está bien que Global Rhythm de Barcelona haya traducido con algunas notas aclaratorias y ensanchadoras esta autobiografía del gran mito de la canción francesa. Oímos su voz de niña desvalida y cariñosa, pero se salta (y nos saltamos con ella) casi todo lo demás. ¿No hubiera estado mejor una de las últimas biografías en regla? Es cierto que los veinte primeros años de quien comenzaría siendo “la môme Piaf” o sea, la chiquilla Piaf -supuesto apellido que tenía que ver con el nombre argótico del gorrión- fueron años de dura miseria, abandonada por su madre y viviendo con un padre al que quiso pero que sin duda le pegaba (se apunta el masoquismo de Piaf) y que era saltimbanqui. Ella pasaba el platillo entre el público y al fin cantaba, asombrosamente. Así la descubrieron en 1935, y desde muy poco después, su vida fue un inmenso éxito profesional en Francia y en EEUU al principio o sobre todo… Todo eso lo cuenta ella con humildad y sencillez. Pero ¿qué pagó a cambio de canciones maravillosas como “La vie en rose”, “Mon légionnaire” y tantas más siempre con sabor a cabaré o cantina apache? No hablo por supuesto de la vieja miseria y de una hija muerta de meningitis a los dos años, no (aunque como dijo uno de sus amigos “Piaf ha pasado toda la vida vengándose de una juventud espantosa”) hablo de lo que no aparece en este libro: montones de historias sentimentales truncadas y nada convencionales -menos su matrimonio de cuatro años con el cantante Jacques Pills-, un accidente de coche, y la continua adicción al alcohol y más salvajemente a la morfina. Apenas pasados los 40 años, Piaf tenía el aire de una viejecita destruida. Pero aún halló fuerzas (con grandes dosis de la droga que necesitaba) para sus famosas actuaciones de 1961 en el Olympia de París que no sólo salvaron una sala al borde de la quiebra sino que vieron el estreno de una canción muy suya y muy de todos: “Non, je ne regrette rien” (No, no me arrepiento, no deploro nada). Poco después aún se casó con un joven alto que se llamó Théo Sarapo y con quien cantó a dúo –final del final- “A quoi ça sert l’amour” (Para qué sirve el amor). Incluso para quien sólo sienta el francés, sus canciones y su voz (el sentimiento que puso en ellas) por encima de toda moralina y gusto de bar canalla, son maravillosas. Pero como tantos artistas saturnianos y pobres, Piaf mezcló su vida y arte hasta que en el beso final se engulleron y sólo quedó el arte. Piaf murió con 47 años, sin apenas poderse mover, como una viejecita decrépita. Por el cielorraso sonaban “Les trois cloches” o “L’étranger”, ese hombre duro que le destroza el corazón entre cigarrillos, melancolía y alcohol. La corrección política llevaría a la heroica Piaf al hospital o a la cárcel. El arte vale menos que ayer, hoy día.


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