Decadencias
Carlos Barral, el navegante
A mediados del pasado diciembre hizo veinte años de la muerte bastante inesperada de Carlos Barral (1928-1989) que para unos fue sobre todo el editor español más moderno de su época, y para otros además un notable poeta y prosista, sobre todo por sus memorias, empezadas con “Años de penitencia” -1975- y que por algún tomo posterior no dejaron de traerle, al entonces senador por Tarragona, algún quebradero de cabeza judicial… Barral, con su barba bordeando el rostro, extremadamente delgado al final, con su gorro de marino y un bastón que más parecía una garrota, buen bebedor (como tantos de su generación) y hombre de gustos epicúreos… ¿Por qué esta pequeña efeméride barraliana pasó más desapercibida que la de su amigo Jaime Gil de Biedma, que ya enfermo, murió apenas veinte días después? Quizá porque no ha habido biografías ni película y quizás, en último término, porque si el hombre Barral tenía un aire de personaje, una labia y una pose, mayores desde luego que las de Gil de Biedma, como escritor (era muy dificil en vida separarlo del gran editor) nunca tuvo los mismos beneplácitos, y no faltaba quien –con el debido resguardo- tenía a Barral por un buen “poeta menor”. Es el caso que si alguno de sus libros, como “19 figuras de mi historia civil” (1961) están muy en el clima básico de la “Generación del 50”, la mayoría de su producción resulta o resultaba un tanto marginal a la mirada dominante, así “Metropolitano” (1957) o algunos de los que suguieron más tentados por el magisterio de Rilke (al que Barral tradujo) que de Antonio Machado, verbigracia. Para entender bien la lírica de Barral hay que situarla junto al segundo Valente o buena parte de la poesía de Caballero Bonald –más apreciada ahora que en sus principios- personajes tan unidos al grupo generacional como disidentes estéticos de su línea más dominante. Por ello, de algún modo, recordar y rescatar a Barral es rescatarlo de un entorno que, con buena voluntad, lo minimiza. Seix-Barral en su serie “Únicos” acaba de publicar (conmemorando los veinte años de esa muerte) el relato inacabado, pero muy vivo y de buena prosa, en el que Carlos Barral empezó a trabajar apenas mes y medio antes de su muerte: “El azul del infierno.” El texto es atractivo por el pergeño de una historia de muerte que tiene detrás un cuadro tan fascinante (y con un azul cual el del título) como es “El paso de la laguna Estigia” de Patinir. Barral lo elabora, lo cuida, y hasta hace un dibujo de lo que el relato debe mostrar. Hay un saludo inicial de Vargas Llosa y un epílogo del nieto de Barral (y hoy editor asimismo) Malcolm Otero Barral. Lo curioso, lo más atrayente, es este hablar de la muerte, del barquero Caronte, y del tránsito de la laguna infernal, por parte de alguien que, se diría que inconscientemente, se sabía próximo al trance. Nos dice Malcolm que, según el uso antiguo, Barral pidió ser incinerado con una moneda de oro en la boca: el óbolo para Caronte, antes de que sus cenizas de navegante volvieran al mar. Carlos Barral fue un hombre singular y un escritor notable (aunque algo desubicado en su tiempo) al que debemos resituar para leerlo y entenderlo mejor, más cumplidamente, con más justicia. “Había sido un palangrero muy hábil y apreciado en el oficio.”
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